EL ARTE DE LA FUGA (LA VIDA PEQUEÑA) - JOSE ANGEL GONZALEZ SAINZ
Un cuaderno de bitácora para afrontar la vida de un modo nuevo. Una respuesta a la pandemia a través de la escritura.
Tras un cataclismo de colosales dimensiones provocado por algo minúsculo que lo contagia todo, una voz reflexiona, urde, recuerda o recita, tal reza. Percibe que, bajo la crisis mundial desatada por la pandemia, se esconde en el fondo otra enfermedad epidémica más local pero de análogas dimensiones, o quizá hasta de mayor gravedad: la de nuestros modos de vida, la de nuestra relación con la realidad y con las palabras. La voz, un puro ejercicio de razón, va desgranando temas y variaciones en una melodía moral que a veces se modula narrativamente y otras como un monólogo teatral o una indagación poética o filosófica, y donde todos los registros, desde el más grave hasta el humorístico, se van trenzando en una suerte de arte de la fuga conceptual y musical a la par.
Bajo el título genérico de La vida pequeña, J. Á. González Sainz emprende una suerte de dietario, de cuaderno de bitácora, compuesto por breves textos íntimos en busca de un nuevo modo de mirar y vivir. Es como una caja de píldoras meditativas, o un collar de cuentas que se pueden leer hiladas desde el principio o incluso sueltas, al azar. El proyecto está planteado como una trilogía: El arte de la fuga es la primera entrega, a la que seguirán El arte del lugar y El arte del instante.
Este es un libro contra la aceleración, contra la pérdida de realidad y la banalidad, contra la desatención y la mentira y contra las muchedumbres. Frente a las colosales dimensiones de todo ello en nuestras vidas, «la vida pequeña que no sé si propongo o me propongo o más bien busco o imagino o qué sé yo qué», dice el texto, «guarda relación con una nueva heroicidad que tal vez podría llamarse alegría, la heroicidad de gustar alegrías más altas». Aún faltan esos héroes, escribió Hölderlin, de cuya mano (igual que de la de Machado, Montaigne y Handke, Séneca o Camus o Rilke, con quien a Stefan Zweig le encantaba pasear porque reparaba en cualquier pequeñez), el autor, o más bien «el atento, el aproximado», emprende su denodada búsqueda literaria y filosófica. Otros muchos autores le acompañan, por ejemplo Thoreau o Stevenson, de quien una cita sirve de pórtico y declaración de intenciones: «Tenemos tanta prisa por hacer, por escribir, por adquirir velocidad, por hacer nuestra voz audible un momento en el desdeñoso silencio de la eternidad, que nos olvidamos de una cosa, de la que esas otras solo forman parte, es decir, de vivir.»
Una obra de orfebre, destilada con afinado oído para la lengua, hecha de pensamientos sosegados o de imaginaciones disparatadas y recuerdos, en busca de un modo nuevo de afrontar la vida y la realidad: «huir a lo real», leemos, «desbrozar las fantasmagorías y la inacabable filfa del barullo de nuestros días para escabullirse a la ligereza del asiento de lo real».
Un cuaderno de bitácora para afrontar la vida de un modo nuevo. Una respuesta a la pandemia a través de la escritura.
Tras un cataclismo de colosales dimensiones provocado por algo minúsculo que lo contagia todo, una voz reflexiona, urde, recuerda o recita, tal reza. Percibe que, bajo la crisis mundial desatada por la pandemia, se esconde en el fondo otra enfermedad epidémica más local pero de análogas dimensiones, o quizá hasta de mayor gravedad: la de nuestros modos de vida, la de nuestra relación con la realidad y con las palabras. La voz, un puro ejercicio de razón, va desgranando temas y variaciones en una melodía moral que a veces se modula narrativamente y otras como un monólogo teatral o una indagación poética o filosófica, y donde todos los registros, desde el más grave hasta el humorístico, se van trenzando en una suerte de arte de la fuga conceptual y musical a la par.
Bajo el título genérico de La vida pequeña, J. Á. González Sainz emprende una suerte de dietario, de cuaderno de bitácora, compuesto por breves textos íntimos en busca de un nuevo modo de mirar y vivir. Es como una caja de píldoras meditativas, o un collar de cuentas que se pueden leer hiladas desde el principio o incluso sueltas, al azar. El proyecto está planteado como una trilogía: El arte de la fuga es la primera entrega, a la que seguirán El arte del lugar y El arte del instante.
Este es un libro contra la aceleración, contra la pérdida de realidad y la banalidad, contra la desatención y la mentira y contra las muchedumbres. Frente a las colosales dimensiones de todo ello en nuestras vidas, «la vida pequeña que no sé si propongo o me propongo o más bien busco o imagino o qué sé yo qué», dice el texto, «guarda relación con una nueva heroicidad que tal vez podría llamarse alegría, la heroicidad de gustar alegrías más altas». Aún faltan esos héroes, escribió Hölderlin, de cuya mano (igual que de la de Machado, Montaigne y Handke, Séneca o Camus o Rilke, con quien a Stefan Zweig le encantaba pasear porque reparaba en cualquier pequeñez), el autor, o más bien «el atento, el aproximado», emprende su denodada búsqueda literaria y filosófica. Otros muchos autores le acompañan, por ejemplo Thoreau o Stevenson, de quien una cita sirve de pórtico y declaración de intenciones: «Tenemos tanta prisa por hacer, por escribir, por adquirir velocidad, por hacer nuestra voz audible un momento en el desdeñoso silencio de la eternidad, que nos olvidamos de una cosa, de la que esas otras solo forman parte, es decir, de vivir.»
Una obra de orfebre, destilada con afinado oído para la lengua, hecha de pensamientos sosegados o de imaginaciones disparatadas y recuerdos, en busca de un modo nuevo de afrontar la vida y la realidad: «huir a lo real», leemos, «desbrozar las fantasmagorías y la inacabable filfa del barullo de nuestros días para escabullirse a la ligereza del asiento de lo real».
Un cuaderno de bitácora para afrontar la vida de un modo nuevo. Una respuesta a la pandemia a través de la escritura.
Tras un cataclismo de colosales dimensiones provocado por algo minúsculo que lo contagia todo, una voz reflexiona, urde, recuerda o recita, tal reza. Percibe que, bajo la crisis mundial desatada por la pandemia, se esconde en el fondo otra enfermedad epidémica más local pero de análogas dimensiones, o quizá hasta de mayor gravedad: la de nuestros modos de vida, la de nuestra relación con la realidad y con las palabras. La voz, un puro ejercicio de razón, va desgranando temas y variaciones en una melodía moral que a veces se modula narrativamente y otras como un monólogo teatral o una indagación poética o filosófica, y donde todos los registros, desde el más grave hasta el humorístico, se van trenzando en una suerte de arte de la fuga conceptual y musical a la par.
Bajo el título genérico de La vida pequeña, J. Á. González Sainz emprende una suerte de dietario, de cuaderno de bitácora, compuesto por breves textos íntimos en busca de un nuevo modo de mirar y vivir. Es como una caja de píldoras meditativas, o un collar de cuentas que se pueden leer hiladas desde el principio o incluso sueltas, al azar. El proyecto está planteado como una trilogía: El arte de la fuga es la primera entrega, a la que seguirán El arte del lugar y El arte del instante.
Este es un libro contra la aceleración, contra la pérdida de realidad y la banalidad, contra la desatención y la mentira y contra las muchedumbres. Frente a las colosales dimensiones de todo ello en nuestras vidas, «la vida pequeña que no sé si propongo o me propongo o más bien busco o imagino o qué sé yo qué», dice el texto, «guarda relación con una nueva heroicidad que tal vez podría llamarse alegría, la heroicidad de gustar alegrías más altas». Aún faltan esos héroes, escribió Hölderlin, de cuya mano (igual que de la de Machado, Montaigne y Handke, Séneca o Camus o Rilke, con quien a Stefan Zweig le encantaba pasear porque reparaba en cualquier pequeñez), el autor, o más bien «el atento, el aproximado», emprende su denodada búsqueda literaria y filosófica. Otros muchos autores le acompañan, por ejemplo Thoreau o Stevenson, de quien una cita sirve de pórtico y declaración de intenciones: «Tenemos tanta prisa por hacer, por escribir, por adquirir velocidad, por hacer nuestra voz audible un momento en el desdeñoso silencio de la eternidad, que nos olvidamos de una cosa, de la que esas otras solo forman parte, es decir, de vivir.»
Una obra de orfebre, destilada con afinado oído para la lengua, hecha de pensamientos sosegados o de imaginaciones disparatadas y recuerdos, en busca de un modo nuevo de afrontar la vida y la realidad: «huir a lo real», leemos, «desbrozar las fantasmagorías y la inacabable filfa del barullo de nuestros días para escabullirse a la ligereza del asiento de lo real».