Esos días a finales de aquel año - Álvaro Llamas
A mis pastillas yo les pedía. A una que mantuviese lo bueno que había en mí, a otra que erradicase lo malo, y a la tercera que desenredase esa maraña inquieta en que se había convertido mi mente. Cuando las pasaba del pastillero a la palma de mi mano, no podía evitar esa mirada de autocompasión con que algunos santos de la pintura observan sus propias heridas, con esa extraña mirada desfasada y todopoderosa con que contemplan desde arriba su propio cuerpo agostado.
Algunos días antes de Navidad, un protagonista sin nombre, asediado por la falta de dinero, la precariedad laboral y por un desencuentro con su hermano, decide pasar las fiestas solo, encerrado en casa, faltando a la tradición de viajar al hogar familiar y renunciando a su vez a toda actividad social. Planea convertir su encierro en un acto personal revolucionario, en busca de una catarsis o un punto de apoyo que le sirva para superar su ya larga relación con la melancolía y acometer un viraje en su vida o, al menos, una reflexión fructífera sobre la misma.
Decide comunicar su decisión a algunos de sus amigos. A lo largo de varios días, se van sucediendo encuentros y conversaciones en las que se acumulan como estratos historias filtradas por la narración, insufladas de trascendencia y lucidez por la textura de los días finales del año. Los conversantes, todos adultos sin hijos en una edad ya lejana a la juventud, personajes envueltos en el tránsito habitual de las fechas navideñas, van entrando en un estado alterado de conciencia que parece arrastrarlos a contemplar los lugares más significativos de su mapa familiar y su posición en el mundo, componiendo coralmente y sin premeditación, una suerte de estudio sobre la epidemia de tristeza que parece barrer el siglo XXI. Unos a otros se cuentan historias propias o ajenas, dando lugar a una suerte de ensalmo coral.
A mis pastillas yo les pedía. A una que mantuviese lo bueno que había en mí, a otra que erradicase lo malo, y a la tercera que desenredase esa maraña inquieta en que se había convertido mi mente. Cuando las pasaba del pastillero a la palma de mi mano, no podía evitar esa mirada de autocompasión con que algunos santos de la pintura observan sus propias heridas, con esa extraña mirada desfasada y todopoderosa con que contemplan desde arriba su propio cuerpo agostado.
Algunos días antes de Navidad, un protagonista sin nombre, asediado por la falta de dinero, la precariedad laboral y por un desencuentro con su hermano, decide pasar las fiestas solo, encerrado en casa, faltando a la tradición de viajar al hogar familiar y renunciando a su vez a toda actividad social. Planea convertir su encierro en un acto personal revolucionario, en busca de una catarsis o un punto de apoyo que le sirva para superar su ya larga relación con la melancolía y acometer un viraje en su vida o, al menos, una reflexión fructífera sobre la misma.
Decide comunicar su decisión a algunos de sus amigos. A lo largo de varios días, se van sucediendo encuentros y conversaciones en las que se acumulan como estratos historias filtradas por la narración, insufladas de trascendencia y lucidez por la textura de los días finales del año. Los conversantes, todos adultos sin hijos en una edad ya lejana a la juventud, personajes envueltos en el tránsito habitual de las fechas navideñas, van entrando en un estado alterado de conciencia que parece arrastrarlos a contemplar los lugares más significativos de su mapa familiar y su posición en el mundo, componiendo coralmente y sin premeditación, una suerte de estudio sobre la epidemia de tristeza que parece barrer el siglo XXI. Unos a otros se cuentan historias propias o ajenas, dando lugar a una suerte de ensalmo coral.
A mis pastillas yo les pedía. A una que mantuviese lo bueno que había en mí, a otra que erradicase lo malo, y a la tercera que desenredase esa maraña inquieta en que se había convertido mi mente. Cuando las pasaba del pastillero a la palma de mi mano, no podía evitar esa mirada de autocompasión con que algunos santos de la pintura observan sus propias heridas, con esa extraña mirada desfasada y todopoderosa con que contemplan desde arriba su propio cuerpo agostado.
Algunos días antes de Navidad, un protagonista sin nombre, asediado por la falta de dinero, la precariedad laboral y por un desencuentro con su hermano, decide pasar las fiestas solo, encerrado en casa, faltando a la tradición de viajar al hogar familiar y renunciando a su vez a toda actividad social. Planea convertir su encierro en un acto personal revolucionario, en busca de una catarsis o un punto de apoyo que le sirva para superar su ya larga relación con la melancolía y acometer un viraje en su vida o, al menos, una reflexión fructífera sobre la misma.
Decide comunicar su decisión a algunos de sus amigos. A lo largo de varios días, se van sucediendo encuentros y conversaciones en las que se acumulan como estratos historias filtradas por la narración, insufladas de trascendencia y lucidez por la textura de los días finales del año. Los conversantes, todos adultos sin hijos en una edad ya lejana a la juventud, personajes envueltos en el tránsito habitual de las fechas navideñas, van entrando en un estado alterado de conciencia que parece arrastrarlos a contemplar los lugares más significativos de su mapa familiar y su posición en el mundo, componiendo coralmente y sin premeditación, una suerte de estudio sobre la epidemia de tristeza que parece barrer el siglo XXI. Unos a otros se cuentan historias propias o ajenas, dando lugar a una suerte de ensalmo coral.