Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo - Natalia Figueroa

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Uno de los pasos esenciales en la ruta de autoconocimiento que sigue imponiendo la escritura poética es el comprender la permanente tensión entre aquello profundamente propio (el espacio íntimo, el mundo de la infancia, el espacio del lar, la memoria) y aquello decisivamente ajeno (el mundo exterior, la experiencia del compromiso y la adultez, el destino y la muerte). La separación esquemática -contemplativa- o el quiebre absoluto de esta tensión (si es que no son asumidos como crítica irónica en sentido propio), acostumbran ser signos de no entender el carácter de la poesía como gnosis particularísima, en que el lenguaje no sólo revela el mundo, sino que de paso revela al límite de esa revelación: el indefinible ser que es el origen y fin de la percepción y la comprensión, el creador como expresión particularmente trágica del animal humano.

En un medio literario saturado de registros que se desean vanguardistas o espontaneístas, Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo (Santiago: Das Kapital, 2014), primer libro individual de Natalia Figueroa (La Serena, 1983), aparece como excepción, en la apuesta que asume por presentar decididamente a su escritura poética como vía de autoconocimiento, presentando para ello el registro del viaje. Una mujer sola..., en este sentido, logra cumplir el rol de bitácora, desplazando hacia el lector las tareas de construir el entorno afectivo de una experiencia que se desea entregar sin excesos líricos ni desarrollos explicativos. El viaje como tópico, si bien será claramente denotado a través del libro, también va a implicar una búsqueda interior (hacia un centro más hostil de explorar / que el espacio exterior) que, más allá de un carácter místico, asume para el hablante una voluntad de autodefinición como sujeto deseante. En este sentido, la experiencia infantil, familiar, se reúne en un mismo movimiento con el nuevo universo afectivo, desplegado en el curso de un viaje por Grecia.

Lo nuevo en el abrirse paso por el mundo de lo humano -sea el plano de experiencia que sea- se presenta en los poemas como enigmas planteados e incognoscibles: la dimensión de lo vivido es un hecho que carga en sí, cuando no extrañeza o dolor, la huella de un pasmo radical. Estas vías, en todo caso, jamás llegan a expresarse en un efectivo despliegue emocional externo a la escritura: la habilidad de Natalia de concentrar, internar en el lenguaje cualquier pathos es característica de su escritura. El dibujo de la melancolía en su presencia más seca se deja ver bien en los retratos de personajes realizados en una técnica escritural que bien se podría homologar al retrato clásico en pintura -como en “Julia” o “Micky”-, pero también en la visión de sí misma en determinados momentos de la experiencia de vida, como en el texto que da título al libro, que presenta al lector desde ya el particular modo de separación radical, en que la experiencia será decisivamente puesta al frente, objetizada para la comprensión, para lograr transformarse en sustancia poética, idea e imagen acotadas en sí mismas. La experiencia trasciende como tal hacia la superficie del texto, opacando la voluntad -presente, pero delimitada poéticamente- del yo lírico.

Esta escritura poética dejará a lo afectivo su lugar no como forma externa -postiza-, sino en la potencia de la escena deseante. Esto es: lo nuevo, lo otro, el mundo, no pueden ser comprendidos intelectualmente, sino asumiendo el lugar de sí mismo ahí, en una economía del deseo que constituye la esencia del sentido de educación del viaje. Este paso del pasmo al deseo -visible en primer plano en “Camarines”, y que se hace el fundamento tácito de la experiencia de lo nuevo en el periplo griego- transfiere al instante decisivo la característica de una aceptación profunda, un amor fati que suspende la posibilidad del mundo como enigma: el hablante se entrega al mundo, en el mismo movimiento que usa el mundo para entregarse. En este sentido, el contacto del hablante con la vida animal se constituye como posibilidad de conocimiento más pleno y libre de enigmas. Los perros de “Calle del ángel” o los caracoles que se dan como personajes en pleno derecho a través del libro, son índices de la necesaria trascendencia desde la gnosis intelectiva y racional hacia una forma superior, que bien podríamos identificar como la poesía misma: al mismo tiempo, justificación ética y estética de la presencia de los otros y práctica propia de autoconocimiento.

Con un registro amplio dentro de una poética bien determinada -que sabe vaciarse tanto en la ironía como en una representación que se desea directa y sin pliegues-, Una mujer sola... resulta un libro de interés esencial para comprender que -al menos en el seno de un ámbito poético como el de nuestro país- la crisis de representación, que ha supuesto además la depreciación sostenida del valor de la experiencia en la cultura artística, no necesariamente ha erradicado las posibilidades de resistencia de la práctica poética como forma de conocimiento efectivo del mundo.


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Uno de los pasos esenciales en la ruta de autoconocimiento que sigue imponiendo la escritura poética es el comprender la permanente tensión entre aquello profundamente propio (el espacio íntimo, el mundo de la infancia, el espacio del lar, la memoria) y aquello decisivamente ajeno (el mundo exterior, la experiencia del compromiso y la adultez, el destino y la muerte). La separación esquemática -contemplativa- o el quiebre absoluto de esta tensión (si es que no son asumidos como crítica irónica en sentido propio), acostumbran ser signos de no entender el carácter de la poesía como gnosis particularísima, en que el lenguaje no sólo revela el mundo, sino que de paso revela al límite de esa revelación: el indefinible ser que es el origen y fin de la percepción y la comprensión, el creador como expresión particularmente trágica del animal humano.

En un medio literario saturado de registros que se desean vanguardistas o espontaneístas, Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo (Santiago: Das Kapital, 2014), primer libro individual de Natalia Figueroa (La Serena, 1983), aparece como excepción, en la apuesta que asume por presentar decididamente a su escritura poética como vía de autoconocimiento, presentando para ello el registro del viaje. Una mujer sola..., en este sentido, logra cumplir el rol de bitácora, desplazando hacia el lector las tareas de construir el entorno afectivo de una experiencia que se desea entregar sin excesos líricos ni desarrollos explicativos. El viaje como tópico, si bien será claramente denotado a través del libro, también va a implicar una búsqueda interior (hacia un centro más hostil de explorar / que el espacio exterior) que, más allá de un carácter místico, asume para el hablante una voluntad de autodefinición como sujeto deseante. En este sentido, la experiencia infantil, familiar, se reúne en un mismo movimiento con el nuevo universo afectivo, desplegado en el curso de un viaje por Grecia.

Lo nuevo en el abrirse paso por el mundo de lo humano -sea el plano de experiencia que sea- se presenta en los poemas como enigmas planteados e incognoscibles: la dimensión de lo vivido es un hecho que carga en sí, cuando no extrañeza o dolor, la huella de un pasmo radical. Estas vías, en todo caso, jamás llegan a expresarse en un efectivo despliegue emocional externo a la escritura: la habilidad de Natalia de concentrar, internar en el lenguaje cualquier pathos es característica de su escritura. El dibujo de la melancolía en su presencia más seca se deja ver bien en los retratos de personajes realizados en una técnica escritural que bien se podría homologar al retrato clásico en pintura -como en “Julia” o “Micky”-, pero también en la visión de sí misma en determinados momentos de la experiencia de vida, como en el texto que da título al libro, que presenta al lector desde ya el particular modo de separación radical, en que la experiencia será decisivamente puesta al frente, objetizada para la comprensión, para lograr transformarse en sustancia poética, idea e imagen acotadas en sí mismas. La experiencia trasciende como tal hacia la superficie del texto, opacando la voluntad -presente, pero delimitada poéticamente- del yo lírico.

Esta escritura poética dejará a lo afectivo su lugar no como forma externa -postiza-, sino en la potencia de la escena deseante. Esto es: lo nuevo, lo otro, el mundo, no pueden ser comprendidos intelectualmente, sino asumiendo el lugar de sí mismo ahí, en una economía del deseo que constituye la esencia del sentido de educación del viaje. Este paso del pasmo al deseo -visible en primer plano en “Camarines”, y que se hace el fundamento tácito de la experiencia de lo nuevo en el periplo griego- transfiere al instante decisivo la característica de una aceptación profunda, un amor fati que suspende la posibilidad del mundo como enigma: el hablante se entrega al mundo, en el mismo movimiento que usa el mundo para entregarse. En este sentido, el contacto del hablante con la vida animal se constituye como posibilidad de conocimiento más pleno y libre de enigmas. Los perros de “Calle del ángel” o los caracoles que se dan como personajes en pleno derecho a través del libro, son índices de la necesaria trascendencia desde la gnosis intelectiva y racional hacia una forma superior, que bien podríamos identificar como la poesía misma: al mismo tiempo, justificación ética y estética de la presencia de los otros y práctica propia de autoconocimiento.

Con un registro amplio dentro de una poética bien determinada -que sabe vaciarse tanto en la ironía como en una representación que se desea directa y sin pliegues-, Una mujer sola... resulta un libro de interés esencial para comprender que -al menos en el seno de un ámbito poético como el de nuestro país- la crisis de representación, que ha supuesto además la depreciación sostenida del valor de la experiencia en la cultura artística, no necesariamente ha erradicado las posibilidades de resistencia de la práctica poética como forma de conocimiento efectivo del mundo.


Uno de los pasos esenciales en la ruta de autoconocimiento que sigue imponiendo la escritura poética es el comprender la permanente tensión entre aquello profundamente propio (el espacio íntimo, el mundo de la infancia, el espacio del lar, la memoria) y aquello decisivamente ajeno (el mundo exterior, la experiencia del compromiso y la adultez, el destino y la muerte). La separación esquemática -contemplativa- o el quiebre absoluto de esta tensión (si es que no son asumidos como crítica irónica en sentido propio), acostumbran ser signos de no entender el carácter de la poesía como gnosis particularísima, en que el lenguaje no sólo revela el mundo, sino que de paso revela al límite de esa revelación: el indefinible ser que es el origen y fin de la percepción y la comprensión, el creador como expresión particularmente trágica del animal humano.

En un medio literario saturado de registros que se desean vanguardistas o espontaneístas, Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo (Santiago: Das Kapital, 2014), primer libro individual de Natalia Figueroa (La Serena, 1983), aparece como excepción, en la apuesta que asume por presentar decididamente a su escritura poética como vía de autoconocimiento, presentando para ello el registro del viaje. Una mujer sola..., en este sentido, logra cumplir el rol de bitácora, desplazando hacia el lector las tareas de construir el entorno afectivo de una experiencia que se desea entregar sin excesos líricos ni desarrollos explicativos. El viaje como tópico, si bien será claramente denotado a través del libro, también va a implicar una búsqueda interior (hacia un centro más hostil de explorar / que el espacio exterior) que, más allá de un carácter místico, asume para el hablante una voluntad de autodefinición como sujeto deseante. En este sentido, la experiencia infantil, familiar, se reúne en un mismo movimiento con el nuevo universo afectivo, desplegado en el curso de un viaje por Grecia.

Lo nuevo en el abrirse paso por el mundo de lo humano -sea el plano de experiencia que sea- se presenta en los poemas como enigmas planteados e incognoscibles: la dimensión de lo vivido es un hecho que carga en sí, cuando no extrañeza o dolor, la huella de un pasmo radical. Estas vías, en todo caso, jamás llegan a expresarse en un efectivo despliegue emocional externo a la escritura: la habilidad de Natalia de concentrar, internar en el lenguaje cualquier pathos es característica de su escritura. El dibujo de la melancolía en su presencia más seca se deja ver bien en los retratos de personajes realizados en una técnica escritural que bien se podría homologar al retrato clásico en pintura -como en “Julia” o “Micky”-, pero también en la visión de sí misma en determinados momentos de la experiencia de vida, como en el texto que da título al libro, que presenta al lector desde ya el particular modo de separación radical, en que la experiencia será decisivamente puesta al frente, objetizada para la comprensión, para lograr transformarse en sustancia poética, idea e imagen acotadas en sí mismas. La experiencia trasciende como tal hacia la superficie del texto, opacando la voluntad -presente, pero delimitada poéticamente- del yo lírico.

Esta escritura poética dejará a lo afectivo su lugar no como forma externa -postiza-, sino en la potencia de la escena deseante. Esto es: lo nuevo, lo otro, el mundo, no pueden ser comprendidos intelectualmente, sino asumiendo el lugar de sí mismo ahí, en una economía del deseo que constituye la esencia del sentido de educación del viaje. Este paso del pasmo al deseo -visible en primer plano en “Camarines”, y que se hace el fundamento tácito de la experiencia de lo nuevo en el periplo griego- transfiere al instante decisivo la característica de una aceptación profunda, un amor fati que suspende la posibilidad del mundo como enigma: el hablante se entrega al mundo, en el mismo movimiento que usa el mundo para entregarse. En este sentido, el contacto del hablante con la vida animal se constituye como posibilidad de conocimiento más pleno y libre de enigmas. Los perros de “Calle del ángel” o los caracoles que se dan como personajes en pleno derecho a través del libro, son índices de la necesaria trascendencia desde la gnosis intelectiva y racional hacia una forma superior, que bien podríamos identificar como la poesía misma: al mismo tiempo, justificación ética y estética de la presencia de los otros y práctica propia de autoconocimiento.

Con un registro amplio dentro de una poética bien determinada -que sabe vaciarse tanto en la ironía como en una representación que se desea directa y sin pliegues-, Una mujer sola... resulta un libro de interés esencial para comprender que -al menos en el seno de un ámbito poético como el de nuestro país- la crisis de representación, que ha supuesto además la depreciación sostenida del valor de la experiencia en la cultura artística, no necesariamente ha erradicado las posibilidades de resistencia de la práctica poética como forma de conocimiento efectivo del mundo.